O EL TIEMPO EN QUE VIVÍAMOS EN UN MUNDO APARTE.
(Dedicado especialmente a la gente de mi generación)
Las “perras gordas”, o sea, los diez céntimos de peseta. |
Eran tiempos de trueque. El
dinero circulante escaseaba absolutamente. Se cambiaban cosas por cosas.
No es que el ahorro fuera el motivo. No. Es que no había, apenas, monedas; ni
mucho menos, billetes, disponibles para el escaso comercio local. Circulaban,
si acaso, las “perras gordas”, o sea, los diez céntimos de peseta, y los cinco
céntimos o perrillas, que juntas, alcanzando los veinticinco céntimos, hacían
el célebre real del ramito de violetas cantado por Sarita Montiel y antes por
Olga Guillot.
Y estaban hechas de aluminio, creo que sólo de ese metal.
Su ley no llegaba al bronce de las monedas antiguas –pues no lo permitía la
economía de postguerra- y, aunque habían superado al humilde cobre, tampoco lo
mejoraban demasiado en kilates. Algún tiempo después llegó la revolucionaria
moneda de dos reales con un orificio central –como lo había tenido el real- que
sirvió más tarde para ensartarlos en un alambre, de “bote” en los bares, en
aleación más consistente que aquel aluminio mate de la perra gorda.
Hacía unos
años, pocos, que se había acuñado “la rubia”, en 1947, la peseta de latón, con
la efigie de Franco basada en un retrato que le hizo Mariano Benlliure y
después en otro de Juan de Ávalos. Pero aquella rubia no llegaba a los
bolsillos de mis paisanos fácilmente. Y las que llegaban estaban previamente
“gastadas”, destinadas en la mayoría de los casos, al pago de las “trampas”
pendientes, en la tienda donde hubieras pedido “fiao” lo necesario para comer,
días o semanas antes de que le pagaran al marido o a los hijos los jornales
echados en la cava de los huertos de los principales propietarios de tierras de
Overa, o en otras faenas.
Algo parecido pasaba con los billetes, de los cuales
conocíamos el de una peseta, representando al marqués de Santa Cruz engolado,
emitido por la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre con la leyenda “Banco
de España, Una peseta de curso legal”, con un reverso dedicado a una galera o
velero, todo en color marrón-burdeos.
O la que portaba en el anverso el escudo
nacional y la leyenda “El Banco de España pagará al portador Una peseta”, con
la efigie de un Don Quijote en el reverso; y alguna vez vimos los de cinco, o
sea, los duros, no tan famosos como los que tanto en Cádiz dieron qué hablar,
pero casi, que si eran de plata –que nadie tenía- los llamaban “del tío sentao”
(o sea, una figura femenina sedente portando una rama de olivo, representando a
la República).
Esta escasez de moneda,
impulsaba el intercambio directo de mercancías. Por ejemplo, media docena o una
docena de huevos puestos por las cuatro gallinas criadas en la calle y cuya
alimentación apenas costaba nada, podían servirte para conseguir el bacalao
para las habas, la media libra de aceite para la comida de guiso o frito, o el
medio kilo de arroz necesario, básico cereal en la dieta de la época. Ese
intercambio era frecuente en la tienda del barrio. Pero donde alcanzaba
un uso sistemático era en las ocasiones en que aparecía por los caminos
pedregosos la figura del guiñapero, personaje pintoresco visto desde los ojos
de hoy, inimaginable ahora, pero muy real en los años cincuenta en mi
vecindario. El que nos visitaba a nosotros habitualmente era “Juan, el
guiñapero*” o “el quincallero”, un buhonero llamado en otros lugares, trapero o
incluso “cosario”, posiblemente aludiendo a la gran cantidad y variedad de
cosas útiles para los quehaceres domésticos comunes, que vendía o cambiaba.
Llegaba cada cierto
tiempo desde el pueblo vecino de Huércal, andando los seis o siete kilómetros
que separaban ambas localidades según el camino que utilizaras, cargado con una
cesta de mimbre al brazo, repleta de objetos heterogéneos: los molinillos de
viento o remolinos, girando mientras nuestro personaje se movía andando con
aquel vaivén propio de las personas que padecen alguna alteración en la columna
o en la cadera, recogiendo todos los tonos del arco iris, y que eran las
delicias de los chiquillos, por lo vistoso de su forma y color, y su
gracia al moverse circularmente creando aquel atractivo encanto de lo que
gira, especialmente si no ves la “mano” que lo mueve; espejos
rectangulares, siempre iguales, con un soporte posterior de alambre para que
adquirieran estabilidad y posibilidad de ser colgados de una púa o clavo en la
pared, útiles y constantes en el afeitado, con una humilde tabla de madera
reforzando el cristal del espejo, siempre pintada de amarillo, con unos ángulos
de pletina plateada en las cuatro esquinas para evitar el desplazamiento del
cristal y proteger al usuario de posibles cortes al cogerlo; los “bartolicos”,
muñecos articulados en piezas de cartón decorado con dibujos graciosos, como
sujetos a una barra o cucaña y provistos de un hilo o cordel que les hacía
subir y bajar a lo largo de aquella “pértiga” de junco, muy gimnásticamente,
como trepando por el palo y que nos dejaban a los pequeños embobados; unos
“pitos-clarinete” o silbatos de dos o tres notas, torneados en madera barata,
pero pintados y acabados de manera artística para hacer felices a los infantes
y mortificar a algún mayor cercano;
“mixtos tostoneros” consistentes en unas
tiras de papel impregnadas de pequeñas cantidades de masa explosiva aunque
controlada que, frotándolos contra la pared creaban un ruido atronador y
despedían un fuerte olor a azufre o a pólvora, que sería el componente
principal de aquel entretenimiento infantil, aunque también debería de llevar
fósforo, por lo brillante y visible de su huella, en la oscuridad; agujas de
distintos tamaños y anchura de ojo, pinchadas en serie en tiras de papel blanco
(“¿Qué llevan los quincalleros? ¡Abujas! ¡Como veas, que clujas!”-decíamos
al iniciar el juego de la “gallinica” ciega), igual que los alfileres de todos
los colores, con aquellas cabezas tan perfectas, lisas y agradables al tacto
que después las mujeres, al hacer aquel dificilísimo y artístico encaje de
bolillo manipulaban con tanta destreza y maestría; alguna pastilla de jabón de
olor; bobinas de hilo para coser, envueltas en un canuto de papel poco
consistente; globos de mil colores que atraían la atención de todo el mundo al
inflarlos y otro tanto al explotar con la inevitable tristeza y susto del
niño dueño de aquella esfera de aire presa en una funda de goma sutil; cohetes
minúsculos sujetos a una varilla de junco seco, listos para mandar a la luna y
que acababan su trayectoria a escasos metros de su base de lanzamiento (¡Si nos
hubiera visto Von Braun, que estaría entonces ya a punto de ser empleado de la
NASA…!); petardos que “petaban” explotaban con enorme estruendo.
Barajas infantiles
españolas a tamaño reducido, pues hasta entonces no se habían introducido las
que se usaban en Las Vegas ni nosotros sabíamos de la existencia de más
vega que el Pago de nuestras batallas con las frutas y los árboles de
nuestra tierra; barajas, en más o menos fiel reproducción de aquellas de
Heraclio Fournier que llenas de grasa y
gastadas por el uso, manoseaban los adultos jugando al truco, la brisca o el
“subastao” en el reservado de algunos bares de mi tierra; ranas de chapa metálica
para dar la castaña a los mayores y ser reprendidos por ello; mechas de algodón
recubiertas de polícromos hilos para yesquero y piedras para el mismo artilugio
encendedor de “lumbre” para los cigarros liados.
Pelotas de badana rellenas de
serrín, cosidas a mano y sujetas con una larga goma elástica para atar al dedo
corazón y lanzarla y recogerla alternativamente, que las niñas manejaban con
envidiable maestría. Botones de presión, gafetes, imperdibles,pai-pais para
airearse. Y otras tantas cosas similares, de utilidad o entretenimiento de la
chiquillería, dificilísimas de conseguir con los escasos medios económicos que
teníamos para consumir; codiciadas mercancías, inasequibles. Toda aquella
quincallería envuelta en un aroma especial desprendido por los vapores de
barniz, pintura, pólvora y jabón. Pero ¿dónde había entonces un
supermercado-ferreteria-mercería (de “merc-ado”) a domicilio más práctico
y cómodo? Y, lo más importante: ¿dónde se podía conseguir el medio de
pago de aquellos objetos de consumo?
Pues
había dos fuentes de recursos: el dinero, del que no se disponía en general, y
el intercambio de objetos de “valor”. Dichos objetos de cambio solían hallarse
entre lo más olvidado de la casa. Y consistían en ropa vieja si la había,
restos metálicos de lo que fuera, hierros viejos y oxidados, suelas de goma de
alpargatas usadas y de imposible arreglo (“apargates” en nuestra particular
forma lingüística), y cualquier resto de utensilio metálico o prenda de vestir,
inservible incluso para hacer con ella tiras de jarapa. Todo ello era empleado
en el trueque entre el comerciante y el cliente atendido a domicilio, con la
mayor comodidad del mundo para el último, porque el agente de la operación de
intercambio, el trapero, después de embolsar todos aquellos inútiles trastos
que habían sido moneda de cambio, en un saco, y una vez desmantelada la cesta
de mimbre de tantos adminículos y fruslerías como había transportado, volvía de
nuevo andando otros seis o siete kilómetros hasta su casa, probablemente con
muy pocas reservas de energía en su cuerpo, pues yo creo que durante aquella
triste jornada trabajo, comía, el pobre, bien poca cosa.
Años después,
este abnegado emprendedor buscavidas se instalaba a la puerta del cine,
el Ideal Cinema en Huércal, las tardes de proyección, con un puesto
de chucherías, garbanzos “torraos”, cacahuetes, pipas, caramelos con forma de
martillo y cigarrillos sueltos de tabaco; y, al parecer, habiendo mejorado su
situación económica y laboral, sin descansar un solo día, a pesar de su
avanzada edad. De lo que no me cabe duda es de que fue una persona respetable,
muy trabajadora y sencilla, de las que se merecen un monumento más que otras a
las que se les erigen, en ocasiones.
©Salvador Navarro
Fernández.
*Guiñapero, en el sureste de España, es la
persona que se ganaba la vida recogiendo, o cambiando por mercancías,
trapos viejos, “guiñapos”, u otras cosas inútiles.
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