martes, 15 de julio de 2014

EN LOS BALLESTAS. CON OVERA EN EL CORAZÓN. Por Jema Bonillo Díaz



La autora por el tiempo del relato

Mi madre, Jerónima , nació y vivió en La Concepción hasta que  se casó con mi padre, Agustín, natural de Palacés, lugar en el que se establecieron después de la boda y en el que nacimos y crecimos mis tres hermanas  y yo. Mis recuerdos de infancia y adolescencia, se reparten por igual entre Overa y Zurgena.

Así transcurrían algunas de las visitas que hacíamos a Los Ballestas:

 

En las tardes de verano, con las sandalias bien limpias, el vestido recién planchado, y el pelo cortado en media melena y peinado con un ¨toto¨ y un gran lazo blanco, salíamos andando hacia La Ermita.

El aire ¨de abajo¨, refrescaba algo el caluroso ambiente, y el sonido estridente y monocorde del canto de las cigarras acompañaba nuestros pasos en un innecesario recordatorio de la época de estío, ya que la  mies estaba en las eras y los ricos melones de agua y de año, en las cámaras. 
             Al mismo salir de casa le decía a mi madre, con firmeza, cara compungida y dando un zapatazo en el suelo:  ¨Mamá, hoy no doy besos…¨, a lo que mi madre respondía sin zapatazo pero con mayor firmeza aún y para que no quedara ninguna duda sobre el tema:  ¨…Ni se te ocurra pensarlo… Besas a todos y con una sonrisa… ¡¨. Cualquiera contradecía a mi progenitora cuando se expresaba con tanta claridad…

Comenzaba el periplo pensando : ¡Que tarde me espera … ¡, y en efecto, antes de haber hecho  la mitad del recorrido, ya nos habíamos encontrado con unas diez ó doce personas que como era costumbre intercambiaban saludos, frases de cortesía y …las más temidas por mí : ¨ ... Qué bonicas, las tienes ya criadas, ¿ésta es tu pequeña?, ¡ qué grande está, ésta le echa delante a todas ¡ , ¡ nena, dame un besico… ¡ . No era uno sino dos, uno por mejilla. En cuanto podía escabullirme del abrazo salía corriendo y me ponía a la cabeza del grupo en una clara demostración de que, en efecto, ya había adelantado a mis hermanas… 
Amigos y familias de Los Ballestas en La Concepción (Overa). Años 60.


Durante todo el trayecto yo marchaba hacia adelante y hacia atrás sobresaltando a las lagartijas y a algún que otro saltamontes que tomaban el sol plácidamente. Cuando no me veían, pisaba con fuerza el polvillo fino que se acumulaba a los lados del camino: ¨plaf, plaf,  plaf…¨ y ¨ ¡a hacer puñetas la limpieza de pies y zapatos  y hasta la blancura del lazo de la cabeza…¡

  Los frondosos zarzales llenos de desafiantes espinas, con sus flores blancas  y sus moras, unas de un rojo intenso y otras maduras y negras, eran parada segura con arañazo igualmente seguro al coger los frutillos más grandes y dulces. Esto contribuía aun más a aumentar mi desaliño.

Cuando mi madre reparaba en mi aspecto, decía con desolación: ¨¡La he puesto como el sol antes de salir…¡.



 Se hacía una breve visita a la chacha Trinidad y otra al chacho Blas porque sus casas nos pillaban al paso  y…¡ otros diez o doce besos más…¡.

 
Paseando por Los Ballestas, unos años después.

Me divertía mucho arrastrar una caña durante un rato, dejando un surco en la tierra ocre que pisábamos;  inocentemente creía que, alguien que pasara después, se asustaría pensando que una gran serpiente rondaba la zona.

 De vez en cuando, un lagarto o una culebra, desaparecían  con gran estruendo de maleza reseca delante de nuestros ojos, y dado el griterío que armábamos, seguro que más asustados aun que nosotras.

En algunos tramos del camino nos acompañaba el delicioso sonido de las acequias y el chapoteo de las ranas al zambullirse a nuestro paso.  Yo, echaba a la corriente, hojas de cualquier planta que creciera cerca y las veía alejarse con la cándida esperanza de que llegaran al mar, lugar al que me habían dicho que iban a parar todas las aguas.

            Cuando subíamos la cuesta de Los Ballestas aparecía ante nuestros ojos  una magnífica vista de parte de Palacés y de toda Overa. Los montes amarillentos, pardos o azules y siempre desérticos, acentuaban aún más la blancura de las viviendas, el verdor de frutales y hortalizas y el dorado de trigales y rastrojos, de esa arteria de vida que es la preciosa cuenca del Almanzora.
Toda la familia en la boda de su tía Juana Díaz. Los Ballestas años 60.


En las puertas de las casas, las mecedoras,  engalanadas con vestiduras de estampados multicolores, para las personas de más edad y sillas para todos los demás, plagaban las zonas sombreadas, donde se mantenían animadas conversaciones. Las parejas de novios, sentados uno junto al otro y con una ¨carabina¨ siempre cerca, se dedicaban risillas y miradas y se susurraban al oído en un intento de conseguir una intimidad imposible.

 A mí, me parecía que estaba allí toda la gente del mundo a excepción de la que habíamos saludado durante nuestra marcha. Entonces me escondía detrás de mi madre, esperando pasar inadvertida, pero todo era inútil, irremisiblemente empezaba la parte de la tarde que más temía. La primera casa la del chacho Paco, segunda la de la prima Inés, la tercera la del chacho Pascual, la cuarta la de los compadres Isabel y Gaspar, la quinta y la sexta las del cura, la séptima la de Anita y por fin la de mi abuelo ¨Juandíaz¨. En días normales y dado el elevado número de tíos, tías, primos, parientes, novios y vecinos, los besos dados  acompañados de sonrisa,  sobrepasaban ampliamente el medio centenar y que sumados a los del camino, andaban entre los cien y los ciento cincuenta.

Me sentía recompensada con la presencia de mi abuela Inés, que era dulzura, placidez y cariño. Me daba la merienda, normalmente pan con chocolate y alguna golosina que siempre guardaba para la ocasión: torradas con azúcar, almendras fritas, fruta recién cogida como ciruelas, albaricoques, higos del reino o uvas, y algún caramelo.  Entonces me relajaba  porque ya podía hacer lo que quisiera,  ¡… Faltaría más, ya tenía los deberes hechos… ¡.

            Como mis hermanas, algo mayores que yo, no estaban muy interesadas en mis juegos, pasaba el resto de la tarde jugando con algún niño de la barriada, buscando tesoros en las cámaras de la casa familiar o escuchando con disimulo las conversaciones de los adultos, que aunque pocas veces entendí, siempre me parecieron fascinantes: ¨…A fulanica, con lo buena y apañaica que es, se la ha dejado el muy bigardo, y además, dicen que anda en malos pasos… ; …Pues sí, el lunes en el mercado…zapatos regalaos… y las telas tirás de precio…, el ajuar..la marquesona,… he terminado las aplicaciones del reloj…, etc ¨.
Evocadora foto de Jema entre naranjos
 Una de esas tardes, mi amigo Juan y yo,  formamos grupo de trabajo contratados por su tía María. La tarea  a desempeñar consistía en espantar las gallinas de su puerta primorosamente barrida y rociada para recibir al novio. El pago por el trabajo eran unas pocas cerillas. Con ellas, intentábamos hacer una lumbre con hojas y ramicas, en un horno medio derruido que había frente a la casa que debíamos proteger. En el intento, la cabeza encendida de algún misto se nos quedó pegada a la yema del dedo, y con un gesto instintivo sacudíamos la mano para desprenderlo y a continuación nos lo llevábamos a la boca para mitigar el dolor de la quemadura. Con todo este ajetreo, olvidamos nuestro cometido y los atolondrados y escarbadores bichos, con querencia por las puertas limpias, arruinaron el trabajo de la emperifollada y enfadada novia. No recuerdo que volviera a contratarnos y menos aún que volviera a pagarnos por adelantado. 

No conseguimos prender el fuego y ahí terminaron nuestras hazañas como equipo de pirómanos.

Cuando el sol empezaba a ponerse, con un: ¨Jerónimaaaa, venga que nos vamos…¨, y una rápida despedida de besos, esta vez ya sólo para los abuelos y las titas, se iniciaba la vuelta a casa. Ya no corría porque empezaba a hacer mella el cansancio acumulado del día. Entonces me cogía de la mano segura y protectora de mi madre para que tirara de mí. Estaba contenta porque me sentía querida y arropada por el entorno y por todas las personas a las que, no sin reticencia, había sonreído y besado.

Todo esto que narro, sucedió cuando tenía entre seis y ocho años.  Con algo más de edad, … será otro relato…
Jema en una foto reciente, lejos de Los Ballestas pero con su tierra en el corazón.

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