Tengo una vaca lechera / no es una vaca cualquiera: / me da leche merengada / ¡ay qué vaca tan salada! / tolón, tolón, tolón, tolón...
Vaca "Flora". Granja-escuela "Los Baños". Lucainena de las Torres. Fotografía Ana M. García Díaz |
Así comenzaba el soniquete de la popular canción "Tengo una vaca lechera". Cuando la semana pasada visité con mis alumnos y alumnas una granja-escuela, llegó a mis oídos el sonido de esta canción y rápidamente mis recuerdos me llevaron a mi infancia. Ahí estaba ella, la vaca Flora. Tan igual a las que había cerca de casa de mis padres en Overa. Sus dueños ordeñaban cada día esa docena de vacas y vendían su leche. Al caer la tarde, era tarea de muchos niños y niñas de Overa ir a por leche "a cal Pí", apodo cariñoso con el que en el pueblo se denominaba al dueño de las protagonistas de esta historia. Sin embargo, no era mi caso. Pues mis padres tenían en casa una cabra, ya que decían que su leche tenía más vitaminas para el crecimiento de sus dos preciosas hijas. La mayor de ellas, la que escribe, anhelaba que llegara el día que cambiaran de opinión: pues el fuerte olor y sabor de la leche de cabra no era algo exquisito para mi paladar. A pesar de que la ordeñaban con todo el cariño y esmero del mundo para que mi hermana y yo pudiéramos tomar esa beneficiosa leche, a su parecer.
Cuando los fines de semana se quedaban a dormir en casa algunos de mis primos, me ponía loca de contenta. Ya no sólo por lo que el hecho suponía: poder disfrutar de su compañía y contarnos historias hasta altas horas de la madrugada. A esto le añadía el aliciente de que el desayuno del día siguiente estaría preparado con leche de vaca. Umm.. que rica leche!!!
Una tarde, estando jugando en casa de mi abuela, vi por la ventana como mi tía mandaba a mi prima a comprar leche a casa de Pedro el Pí. Rápidamente, salí a su encuentro y le pedí que me dejara acompañarla. Yo quedé encargada de llevar la lechera ( bote tradicional de aluminio que se usaba para meter la leche) durante el camino de ida, y de vuelta a casa con la leche lo haría mi prima al ser mayor que yo. Cogí mi lechera llena de alegría, soñando despierta... hasta que el ladrido de unos perros me hicieron ponerme a correr de manera atolondrada por el miedo que me causaron. De repente, vi mi cara delante de una valla que cercaba un solar abandonado, y un enorme escalofrío recorrió mi cuerpo. Llevé mi mano a mis labios y vi como sangraban tras haberse enganchado en un pincho de esa fatídica valla. Así que eché a correr de nuevo, pero esta vez a casa de mi abuela donde se encontraba mi madre. La alegría había sido sustituida por el llanto.
Mi visita al médico acabó con unos cuantos puntos en el labio superior y el recuerdo de esta historia una de cada muchas veces que me miro al espejo y los restos de esa cicatriz aún permanecen visibles.
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