 |
Cual hielo en Macondo... El circo y el cine fueron los acontecimientos mágicos de la Overa de mi niñez |
OVERA: DE CINE Y DE CIRCO
Hasta la llegada de la
televisión a nuestra tierra en los años sesenta, los espectáculos públicos se
centraban en las fiestas patronales
amenizadas por música en directo como la de la Orquesta Alas, cerveza
sabrosísima refrigerada en un tonel entre
bloques de hielo traído de Garrucha en paja y saco de arpillera, puestos de dulces, limón
granizado y fiesta de pólvora; la Pascua aromatizada de olores de horno de
leña, “mantecaos”, rosquillos o “sobaos”, música de
laúd y pandereta; y los carnavales de
cencerro y camisa empapada de vino tinto; amén de las ceremonias religiosas
litúrgicas, de misa o procesión.
 |
Eran acontecimientos extraordinarios que movilizaban a todos. |
Sólo de manera esporádica pero
recibidos como acontecimientos de orden superior, se produjeron otros que
conmocionaban la vida rutinaria de la localidad, por lo especiales, ocasionales
y raros que resultaban: Fueron el cine y,
con menor frecuencia, el circo.
Los pases de cine no tenían periodicidad
regular, pues dependían de diversas
circunstancias de distribución, disponibilidad de personal técnico, y otras.
Una
de las más célebres películas que se proyectaron en la terraza de verano de “El Niño Antonio” fue el musical romántico de Stanley Donen,
ganadora de un óscar, Siete Novias para
siete hermanos, de 1954, con Howard Keel y Jane Powell, disfrutada y celebrada por el público de Overa muy pronto, ya en 1955 ó 1956, en una enorme pantalla de
algodón blanco colgada en lo alto de la pared, frente a un patio de “butacas” domésticas,
es decir, sillas de anea o de madera, de desconocida procedencia, pero muy
confortables, a juzgar por lo poco que la gente reparaba en ellas, ante la
magia de las imágenes proyectadas; y que
en este caso no perdía detalle de las aventuras amorosas de la poblada y
dinámica cabaña del bosque, extraño hogar de los siete hermanos, raptores de
aquellas sabinas del cercano pueblo.
Todavía resuenan en mis oídos los ecos del tema central musical de la película,
aquél Uhm, uhm…¡uhm!, de Adolph Deutsch, acompasado al golpe de hacha de los hermanos
leñadores cortando troncos con una agilidad y elegancia de bailarín, como era
propio de un musical, de la Metro Goldwin Mayer.

El proyector lanzaba su oscilante haz de
luces y sombras, definiendo con más o menos nitidez las imágenes móviles de
aquella copia, algo deteriorada de tanto desenrollar y enrollar el celuloide en
las cajas redondas de lata para los rollos. La gente no pardeaba. Y perderse un
sólo fotograma suponía un error imperdonable. ¿Has visto cuando el
jovencillo…? Y si no lo habías visto porque el de delante se levantaba
demasiado, ¡te habías perdido lo mejor!
El precio de la entrada no lo recuerdo,
pero, aunque no debía de ser muy elevado sino a tono con la escasa riqueza del
lugar, el robusto almendro que crecía frente a la puerta de entrada del almacén
de tratamiento y selección de naranja del que estamos hablando convertido en
improvisada y pintoresca terraza de cine de verano, en aquella ocasión, como en otras, se
encontraba poblado de más de un felino trepador
como solían ser los mozos de la época, acostumbrados a subir a los
naranjos, las higueras y cualquiera de los frutales de la huerta de Overa. Desde
aquella atalaya, el que conseguía encaramarse más rápida y prontamente, podía,
no sin cierta dificultad y relativa comodidad, seguir la proyección y enterarse
del argumento, en mayor o menor medida, gracias al espacio libre que dejaba en
su parte superior la puerta de entrada, al cerrarse. En cualquier caso, podía presumir de haber
gozado de una posición de espectador privilegiado. Pero si no habías conseguido
localidad en el almendro, todavía podías intentarlo mirando por las rendijas de
la puerta o por el ojo de la cerradura.
 |
Uno de los primeros lugares de proyección: Los almacenes de Dª María |
Los comentarios al término de la
proyección eran nulos o escasos, pues la gente, como no había ambigú ni cosa
parecida se dedicaba más bien, mientras emprendía el camino de vuelta a su
casa, a hablar de otros asuntos o a reflexionar
sobre aquel acontecimiento visual que se les ofrecía tan cerca de su hogar,
impensable en muchas otras aldeas de una entidad parecida a la de Overa, y que
todavía estaba organizando en su cabeza.
Pusieron en esta “terraza” otras
películas, pero no creo que llegaran a ser de la importancia de Siete novias para siete hermanos. Era en
blanco y negro y tenía la magia que a la época le dio el blanco y negro. No
hace mucho la he vuelto a ver, ya coloreada. Pero no es igual. Esta no la
reconozco como la que yo disfruté. No tiene el duende de aquélla.
Se instaló, al menos en una ocasión, en
esta misma “sala” o almacén, un circo; es difícil de entender cómo lo consiguieron, por
el espacio que para tal espectáculo se exige, y tan exiguo, insuficiente a
todas luces en este local. Pero se instaló.
 |
Los payasos eran uno de los números centrales del espectáculo |
El
programa incluía funambulistas y
trapecistas. En el número del artista sentado en una silla que se apoyaba sólo
en dos puntos sobre un alambre tenso, el público exhaló un ¡Ay!’Hijo mío! a
coro en el momento en que el joven protagonista simulaba caerse desde aquella
altura, aunque finalmente quedaba sujeto por las puntas de los pies, al
alambre. Una vez descubierto el truco, algunos se mostraban entre burlados y
ofendidos. Lo cual no quiere decir que desearan que el muchacho se estrellara.
En el número de magia, el tío Ginés no
salía de su asombro -ni el resto de
espectadores-, cuando comprobó que del bolsillo de su inseparable chaqueta
salía un enorme huevo de madera, así como otro, más pequeño, que llevaba detrás de la oreja. El mago se los
mostraba a la vez que le preguntaba cómo
había conseguido semejantes objetos aquella noche.
No menos incredulidad produjo ver al
faquir aquél que, cogiendo una bombilla eléctrica, la rompió y, echándose los
trozos de cristal a la boca, los masticó tranquilamente y se los tragó. Las
caras de la gente gesticulaban imaginándose el paso de aquellos fragmentos
cortantes por la garganta del artista o por la suya propia.
Al final del espectáculo se vendían
infinidad de tiras de papel verde con números impresos en negro, y la gente,
con más o menos seguridad de fortuna, las compraba ansiosa de que les tocara en
la rifa la botella de coñac, trofeo que podría luego exhibir y consumir
posteriormente con los amigos o, si no era tan desprendido, en familia.
No fue el único circo que se instaló y
dio espectáculo en aquellos años de escasez, en mi aldea.
Estuvo en más de una ocasión también la
troupe del Melquíades de Cien años de soledad,
en Macondo; digo…en Overa.
 |
Cualquier número era acogido con un extraordinario regocijo y con la exclamación más entusiasta... |
Hacían el pasacalles, anunciándose a la
manera tradicional, el músico autodidacta de la reluciente y escandalosa
trompeta, el domador de la cabra Catalina, el del tambor tronante, y
alternativamente, un mono diminuto vivaracho o
un babuino o macaco leonino que causaba pavor entre los críos de menor
edad.
Era el anticipo de lo que podría
contemplarse en la función que tendría lugar aquella tarde-noche en alguna era
donde se instalaba la precaria carpa, pues como la compañía no disponía de
equipo de iluminación, era necesario hacer uso de la luz natural.
El programa de actuaciones, ya en sesión,
incluía la participación de una pobre muchacha escuálida, contorsionista hasta
lo imposible, algún aprendiz de payaso sin suficiente gracia; un violinista como instrumentista exótico por
el modo de sujetar el instrumento y por el sonido del mismo, desconocido en la
localidad, así como unos saltos de los monos papiones o babuinos, sobre
artistas de la “empresa” intercalados de algún joven voluntario que se prestara
a servir de apoyo a los cuadrumanos.
El número de la cabra escalando una
estructura de madera cada vez más
estrecha y empinada, hasta colocar las cuatro pezuñas en un espacio no mayor
que un tacón de zapato, al son de la trompeta ruidosa, era la actuación
estelar, apoteósica, previa al paso entre el público de un recipiente,
canastillo de caña, solicitando una aportación económica voluntaria, añadida al
coste de la entrada al espectáculo, que ya se había abonado. Era escasa la cantidad
de monedas que conseguía la contorsionista, encargada de hacer la colecta. Pero
el espectáculo había merecido la pena, después de todo.
 |
Cada uno tenía su número preferido. pero todos eran aplaudidos a rabiar.. |
En
el almacén de Doña María se proyectaban las películas en invierno. El local era
espacioso e impresionante, sobre todo si te tocaba entrar ya iniciado el No-Do,
noticiario de noticias oficiales: En solemne oscuridad te recibían las
trompetas, pífanos y atabales, mientras un majestuoso palomo aterrizaba en
medio de una luminosa plaza cerca de cuya fuente se movían insinuantes y garbosas
palomas, antes de ver aquella magistral manoletina dada
con un capote torero, y de que el caudillo y su séquito llegara a inaugurar un pantano en algún río de
España: “Su Excelencia el Jefe del Estado, acompañado de… inauguró…”. Y todo el
mundo escuchaba con silencio reverencial.
Puebla
de Mujeres (comedia de los Álvarez Quintero) y Juan Palomo (aventuras de un bandolero de
la época de la invasión napoleónica), son dos de las películas más aplaudidas
por el público de Overa. También alguna otra, de tema social con moraleja,
donde el delincuente acababa con sus huesos entre rejas, tras intentar
infructuosamente escapar a la persecución de la Guardia Civil. El tal Alberto,
el protagonista, llamado insistentemente por su madre para que se entregara
cuando se había encaramado a una reja, era motivo de crítica de una espectadora
asistente: ¡Vaya ración de Alberto…! Y en eso consistió su crítica a la
película.
Al terminar la proyección el público
abandonaba la sala, con pocas ganas de hacerlo, tratando de reconocer a los
asistentes que salían de las tinieblas cinematográficas.
Los rigores del invierno de esta tierra
por la noche, especialmente a la salida de aquel local cerrado y más o menos caldeado por la
permanencia durante dos horas de buen número de personas, sólo podían combatirlos
los críos resguardándose bajo el chal de su madre; nada más cálido. Así
podían llegar mitad dormidos mitad despiertos, a su casa, y de allí, a la cama
hasta el día siguiente, soñando con los bandoleros.
Salvador Navarro Fernández