EL ÚLTIMO PELOTERO
Por Juan Diego Pardo Valera
Esta es la historia de un fracaso, de una
derrota personal y colectiva.
Sí, porque yo
fui el último “pelotero” de la Ermita de La Concepción.
Cuando esta navidad, después de muchos años, subí a la vieja cámara del cortijo familiar
no esperaba encontrarme con aquel ataque a traición del pasado: mis queridos
cencerros de pelotero de carnaval colgados en la caña de los embutidos junto a “las
troces” del cereal. Mis olvidados cencerros de latón, oxidados por el tiempo y con falta de
cuidados, me miraban con desdén y me recriminaban su desamparo. Su visión me
llevó en volandas por el tiempo, hacia aquella niñez y juventud de ilusiones
sin fin y entrega total a hacerlas realidad.
Todos los años, después de los Reyes Magos, a
mediados de enero, comenzaba el ritual de preparar todos los elementos de mi
vestimenta de pelotero:
-La máscara, elaborada sobre la base de un trozo de
cartón duro, con las mejores plumas rojas y negras recogidas del gallinero,
piel de conejo y tiznajos de hollín de la vieja sartén.
-La camisa recompuesta de una saya de mi madre. Con
cuanto cariño me la había ajustado a últimas horas de la noche, después de su
dura jornada diaria.
-Las esparteñas que me estaba terminando mi tío-abuelo
“el cura”.
Los cencerros del pelotero, su insignia. |
-Y…los cencerros, la pieza fundamental
que luego todos admirarían, me los había guardado me madre rellenos de periódicos y
embadurnados en aceite desde el anterior carnaval; aquel año llevaría cuatro
cencerros, dos hembras y dos machos (el principal un gran cencerro macho que me
había regalado mi vecino el pastor). Y todos ensartados en una correa nueva que
me había traído mi padre, el martes, del
mercado de Albox.
Cada año era más difícil juntar un grupo
suficiente para salir el Domingo y Martes de Carnaval por las calles de la
aldea abrazando a las mozas (y no tan mozas). Y eso que desde hacía varios años
nos juntábamos con los muchachos de Palacés, la aldea vecina, por amistad y para hacer más
número, ser más temidos y pasárnoslo mejor. Aquel año de principios de los 70,
me estaba costando convencerlos más de lo habitual para que se vistieran. A
Andrés de María lo daba por perdido, a mi primo Juan y a mi gran amigo Jerris
por muy dudosos… En cambio estaba convencido de que no me abandonarían ni mi
hermano Diego, ni su grupo de amigos: Tomás “el poniente”, Juanillo de “la Luisa”,
José “del espatarragao”… que junto con “el Quisco” y su gente de Palacés, formaríamos la escuadra de Peloteros más
feroces que nunca se hubiera visto. Eran semanas de charlas acaloradas,
discusiones, ideas irrealizables, idas y venidas…
Quedamos para el ritual de vestirnos en casa
de mi Tío José, que era bastante céntrica y desde siempre había sido un lugar
de reunión por estar allí la vieja
tienda-bar de Beatriz “La Colorina”. Y en la habitación de los aperos de
labranza fuimos descubriendo, uno a uno, nuestros secretos mejor guardados: las
máscaras que habíamos confeccionado con tanto esmero… y, sobre todo, nuestros
cencerros, de los que presumíamos de su tamaño, pero también de su limpieza y
su sonar… y los tañíamos una y otra vez con el ritmo acompasado de nuestras
caderas. ¡Qué disfrute más grande el concierto de todos los cencerros sonando a
la vez!... Y qué terror el de las mozas que por el sonido adivinaban el
importante número de peloteros que este año harían lo habido y por haber para
abrazarlas una vez más. Nos íbamos calentando con algún trago de vino ya que la
escasa camisa nos hacía tiritar de frío, y entonando nuestros gritos de
guerra: ¡¡¡Jo Jo Jo Jooo! Y de
algún cortijo vecino nos llegaban los gritos provocadores de una moza bien
escondida: ¡¡pelotero, pelotero… Aquí te espero, picando el mortero!!!
La transmisión de las tradiciones de padres a hijos es fundamental para su pervivencia. |
Después salíamos a recorrer los caminos, no sin
antes haber abrazado a mis tíos, vecinos y todos los que se habían acercado a
felicitarnos por nuestra valentía… -¡¡con el frío que hace!!- nos
decían. También nos alababan por nuestras ocurrencias con aquellas máscaras tan
tenebrosas… Continuábamos con una batida por los caminos centrales de la aldea,
intentando localizar dónde se escondían las jóvenes del lugar: nuestro objetivo
fundamental.
Aquel año se
habían escondido especialmente bien, pues después de más de una hora aún no las
habíamos localizado, ni rastro de ellas. Pero en aquella lucha simulada
teníamos aliados, la mayoría de las veces las mismas mujeres mayores, que nos
indicaban por dónde debíamos ir, hasta dar con las escondidas. Y cuando nos
alejábamos del objetivo siempre había una voz:
- ¡Pelotero, pelotero!- que
nos hacía volver sobre el camino correcto.
Aquel año era la casa de Miguel de Andrés el
escondite. Intentamos entrar por todos los sitios posibles: por los corrales,
por la puerta de atrás… todo inútil. Hicimos varias veces la estratagema del
caballo de Troya (hacer como que abandonábamos para volver de improviso y
sorprenderlas), pero eran muy inteligentes nuestra amigas, seguro que más que
nosotros, y no caían en ninguna de nuestras trampas. Allí estaban Lola, Ana, Isabel,
Paquita, María… hasta diez o doce mozas de distintas edades. Finalmente fue la
señora María, la dueña de la casa, la que en un aparte me dijo:
“Están en la cámara, sólo se puede entrar
por la ventana de arriba. Pero, Juanico, es peligroso. Si lo consigues os podéis
llevar unas morcillas pero no rompáis nada...”
Aquella advertencia sobre lo peligroso de la subida
me envalentonó todavía más. Reuní a mis fieles peloteros y estudiamos la
situación. Coincidimos que era casi imposible subir a aquella ventana a cinco
metros de altura. Pero abandonar sería lo último que se nos pasara por la
cabeza; estaba en juego el honor del pelotero… y la solución estaba sólo a unos
metros de distancia en el enorme “pitón de alzabara” que habíamos arrastrado
desde más de dos kilómetros para demostrar nuestra fuerza y hombría. Lo pegamos
a la pared y justo llegaba a la ventana sin rejas del pajar… Ahora la cuestión era
saber quién subiría. Uno a uno fueron desertando todos y, claro, aunque no las
tenía todas conmigo, tuve que asumir el reto de ascender por tan peligrosa e improvisada
escalera. Las refugiadas se sentían tan seguras que alguna se atrevía, por las
rendijas de la desvencijada ventana, a gritar provocadoramente: ¡pelotero, pelotero, aquí te espero picando
el mortero!
Intenté subir varias veces con el fracaso más
estrepitoso… hasta que cogiendo carrerilla y con un equilibrio sorprendente
(hasta para mí), conseguí llegar a la ventana y de un fuerte empujón saltó el
pestillo, dejando las hojas de la ventana abiertas de par en par. En el
guirigay que se formó a continuación, alguna moza quedó sin abrazar. Pero no me olvidé de mi promesa a la señora María
ni a mis colegas peloteros. Bajé con rapidez las escaleras y abrí la puerta
principal; entraron todos en tropel y los gritos y las risas inundaron toda la
casa: Éramos los amigos y amigas de toda la vida cumpliendo con un rito
ancestral.
La diversión, la alegría, la participación... es la esencia del carnaval de peloteros. |
Después abandonamos la Ermita y por el
Camino Lubrín fuimos al encuentro de las otras “collas” de peloteros o máscaras
de camisa del Barrio y de Los Menas… Nos encontramos todos en el cruce de “la veintiuna” y la competición de
cencerros fue monumental y con sonido ensordecedor… Por más de diez minutos
todos a una hicimos sonar nuestros cencerros al ritmo de nuestras poderosas
caderas… y el sonar de cencerros inundó todo el valle del Almanzora. Después
cada uno seguimos nuestro camino. Nosotros al Barrio y Santa Bárbara, luego a
Los Menas y por Los Navarros (junto a la Cimbra) cogimos el camino de Palacés. Y después de haber abrazado a todas
las mozas de Overa y a todo el que se puso por delante, de haber bebido mucho
vino y cogido algunas morcillas y chorizos, de habernos reído y divertido como
nunca nadie… volvíamos arrastrando los pies por el viejo molino de agua,
prometiéndonos “hacerla más grande” el año que viene…
Pero no hubo “año que viene”, aquel fue el
último año… Desde entonces no se han vuelto a escuchar cencerros en La Ermita
de la Concepción en el Carnaval. Y sí, un silencio sepulcral. Las gentes
vegetan en el interior de sus casas sin aliciente por asomarse a los caminos,
sólo la rutina y la tristeza pueblan las calles de mi querida Ermita los días
de Carnaval. Los peloteros se fueron como antes las mascaricas o los osos. No
supe, y mira que lo intenté, inculcar a mi hijo esta tradición…es mi fracaso
personal; la tele y las videoconsolas me derrotaron. Y cuando una tradición
muere se va para siempre una parte de la historia y del “ser” de un pueblo;
somos infinitamente más pobres y desamparados. Han pasado más de treinta años y
he perdido toda esperanza…
-¿Papá que
bien suenan, para qué son?
Ante esta
pregunta de mi hija de cinco años, una fuerte intuición se despertó en mi
corazón…Lo mismo no todo estuviera perdido, lo mismo en estos nuevos tiempos de igualdad y
democracia sería una mujer la que devolviera la alegría al Carnaval
de la Ermita…
-¿Sabes
hija mía que en un tiempo lejano tu padre, y antes tu abuelo y tu bisabuelo
salían por las calles vestidos de peloteros…? Y se sentían las personas más
afortunadas del mundo…
-¿Y…Ahora, me
puedo vestir yo?
* En memoria de mi madre que
supo inculcarme el amor por nuestras tradiciones con el infinito cariño y
entrega que ella derrochaba con todos
nosotros…
La puerta de la Ermita, lugar de reunión para los peloteros de La Concepción y Palacés. |
Es la mejor historia...jamás contada con tanta sensibilidad y cariño como tú lo has hecho. Felicidades Juan por tener ese don de hacer especial los sentimientos que lo unen a uno a su tierra. Ojalá las calles de nuestra querida Ermita se vuelvan a llenar del sonido ensordecedor de los cencerros de los peloteros.Gracias por este artículo.
ResponderEliminarQue maravilla destacar las culturas populares, lo mas valioso, la cultura de nuestros antepasados, si sabemos de donde venimos, tal vez sepamos a donde deseamos ir.
ResponderEliminarPor la felicidad y el buen vivir de mis queridos sobrinos que son hermosos,que no daría yo, por eliminar esos 12.000 y algo mas de kilometros que nos separan. Los quiero con toda mi alma.-
ufff, cada vez que lo leo me gusta mas.
ResponderEliminarExcelente y emotivo.
ResponderEliminarMuy bueno, se me han saltado las lagrimas. Yo habia oido hablar de los peloteros por mi hermana, que cuando venía de Huercal-Overa del instituto en el autobus de JOSE MARIA, las asaltaban, menos mal que viajaba algun "heroe" con ellas que las defendían de estos ejercitos de tiznaos bebidos,jajajaja.
ResponderEliminarDebemos luchar por las tradiciones, un arbol sin raices se cae al suelo, todas estas costumbres son nuestras raices. Un abrazo de un Zurgenero.