viernes, 27 de septiembre de 2013

DESDE LA ATALAYA DE SAN MIGUEL. Por Salvador Navarro Fernández

 DESDE LA ATALAYA DE SAN MIGUEL.



El cerro de San Miguel, atalaya a través de los tiempos.
 
 DIÁLOGO PACÍFICO-BÉLICO DE LAS ESPECIES EN EL ARCA DE NOÉ DE LOS CINCO BARRIOS.

EVOCACIÓN DEL NACIMIENTO DE ROMA Y SUS SIETE COLINAS.




Overa desde la ermita de San Miguel.



Cinco barrios, cinco rosas, cinco

cerros, montes o colinas rocosas,

insignes hitos geográficos vivos

de historia sencilla, gloria y olvido:

Cerro de Santa Bárbara, el castillo;


Santa Bárbara rigen de nuestra querida Overa


de San Miguel flamígero, roquedo;

 Sierrecica, la brava y montuosa;

de La Concepción, colinas undosas;

monte del Peñascal, desfiladero

a sus pies, frente al castillo señero

que vio en nuestro Tíber guerrero

derrotar las huestes del berebero.

Y a la vista de todos, presidiendo,

La Tetica, cumbre del valle nuestro

De Bacares, nevada el mes de enero.

Entre ellos vivimos, por ellos muero

y a ellos les dedico versos sinceros.



 
La Concepción (Overa) con las vigilantes montañas.

Honrados hijos de esta amada tierra

rústica y cívica a la vez, Overa:

Mirad la hermosa, mítica doncella

que tuvo a bien dar la luz primera

a vuestros ojos en la cuna tierna.

Arca de Noé  del Ararat monte

alojó en su seno riquezas enormes,

pintoresca fauna acompañó al hombre.

Para estar aquí, cruzaron el orbe

dulces palomas de la tierra armenia

laudinas voladoras de ribera

que hablaban del final de algún diluvio,

veloces, potentes, blancos centauros,

briosos corceles, soberbios caballos

llevando a su grupa mancebos hidalgos

cabalgando en noches de plenilunio;

 



 

             
El Almagro, cinturon defensivo del Valle del Almanzora
                                          

 

équidos otros también, más modestos

de porte, figura, elegancia y fuerza:

los mulos y burras de arar la tierra,

sencillos, humildes, de lucha y de briega.

 

Palomas de Overa, orgullosas y bellas...

 
             

Ícaros, gavilanes de otra era

que oteaban agudos los polluelos

de la incipiente granja de la llueca,

a quien le robaron prole primera

entre maldiciones, quejas y duelos

de las abnegadas mujeres buenas.

 



 
Las bestias de labranza un capital en los cortijos de Overa

 

Cantautoras chicharras de una oda

al ardiente calor del duro estío,

adheridas y ocultas con sigilo

a una grisácea rama oscura y rota.

 

 

 

Polícromos jilgueros de las ovas

que cayeron cazados por las sombras

cuando su sed saciaban en el río,

y alegraron melódicos las horas

en las casas, sembrados y caminos.

    

 

 

Gorriones descarados de los trigos

que hurtaron cosecha trabajosa

a dignos labradores tan sufridos,

en horas de descanso merecido

tras jornada de sol a sol penosa.

 

 

 

Perdices comedoras en bandada,

protegiendo a sus jóvenes hijuelos

de quienes iban a “correr los pollos”,

cuando ávidos de caza los batieron,

muchachos que a tal presa persiguieron.

      

 

 

Bucólicos corderos de odisea,

sutil y  áurea lana de rebaños,

vellón o vellocino de otra Argos

que pastores muy diestros tripularon,

de esquila artísticamente labrada

con increíbles férricas tijeras.

      

 

 

Blancos calostros de rumiante cabra,

sabor exquisito, dulce bocado

hurtado al choto cuando es ordeñada

su madre, que en las ubres guarda

fino tesoro, manjar codiciado.

  

 

 

Chapetas y caracoles serranos

que al son de la lluvia salen bailando

la danza maldita del condenado

a muerte de hambre o, aún vivo, guisado

y a fuego lento después cocinado,

servido en la mesa y muy celebrado,

andan confiados en días de verano

porque nunca llueve a esa altura de año;

…hasta que una nube el campo ha mojado

y van a pasear tranquilos y guapos,

hallando esta vez que el fin ha llegado

cuando al “cachulero” han sido invitados

por extraño amigo, el rapaz humano.

    
 
 

 

Saltamontes, alangostos en jerga

ante la amenaza de ser fácil presa

de cruel infante aprendiz de fiera

que  descoyunta sus miembros y aterra,

abren las alas batiendo con fuerza

y buscan a ver si alguien les libera

y les pone a salvo de tan vil miseria.

                  

  

La gris liebre y el conejo roedor

al mínimo ruido de brizna de hierba

le dan pistas ciertas al cazador

y suena dos veces un ¡pum! matador

dejando aturdida a la pobre presa,

que ríe agradecida a la escopeta

por negar tal premio al predador.

El rastro, no obstante, han regalado

al podenco, mastín o perro galgo,

que se lanzan raudos en acto reflejo

a la carrera a muerte, jadeando,

mientras su dueño observa perplejo

y la escena disfruta contemplando.

        

 
 

 

Nocturno escalador de gallinero,

el zorro mil gallinas ha robado

impunemente desde tiempo viejo;

por desgracia sus días han terminado

cazado y exhibido por el campo

donde tantas batallas ha librado;

su feliz captor, será compensado

Con donativos de los ciudadanos

reconocidos de haber liberado

del fiero enemigo al vecindario.

 

 


 

Negra, soberbia pareja de grajos

grazna el nombre del padre de ambos

cuando unos pillos le han preguntado

“¿Cómo se llama tu padre?”. “Juan, Juan”,

con media lengua les han contestado;

y siguen, majestuosos, volando

con ritmo potente, lento, pausado.

 


 

 

Suena el agudo gruñir de la piara

que alza las patas en la tapia baja

pidiendo alimento a la hora exacta.

Ve feliz crecer los cerdos el dueño

y sueña con la próxima matanza

o en la venta que hará del pobre cerdo.

  
 

 
 

La oliva comen tordos y zorzales

mientras los cepos amenazan tensos

bien disimulados por los zagales

en la “contra” dispuesta a tal efecto,

a muy corta distancia desde el suelo

hasta la vista de estos animales.

Alguno de ellos ha caído en la trampa

pero la mayoría han salido ilesos.

Puede que en la noche fría de viento

sean sorprendidos y caído presos

en poder del hombre hábil que caza.

 
  
 
Los bueyes del Carmen van enojados

porque los niños les han molestado.

Tiran de la carreta indiferentes;

No son agresivos, son imponentes,

y, uncidos al ubio, se ven impotentes.

Como si de lidia fueran morlacos

se oye el estribillo de los muchachos:

“Bao,bao, tírate a lo colorao;

a lo negro, no, que está envenenao”

cantan  desde lejos, juntos, valientes.


       

  
Un gato blanco y negro ágil escala

tras un pájaro el tronco de la parra.

Algunas breves plumas le ha arrancado

pero, torpe, ha perdido la batalla;

y baja triste, rápido, ofuscado;

se tumba en un rincón, medita y calla.

espera que lleguen de la cocina

los olores del guiso o del pescado,

a ver si de éste logra alguna espina

o sobras del magnífico guisado.

 

                 

 

Luciérnaga fulgente ha aparecido

en medio del camino en noche oscura.

No sabe el caminante qué destino

persigue esta minúscula criatura,

qué come, qué hace, adónde va.

Le inquieta esa luz con que se alumbra;

la mira atentamente y no es capaz

de entender tal prodigio y luz tan pura.

                

 

 

El grillo ha disputado a la chicharra

el premio del verano a la canción

melódica o reiterativa.

La rana ha mediado como experta

y ha otorgado de forma inapelable

el primer puesto al grillo, que domina

tanto a coro así como solista

la música nocturna veraniega,

y además muchos pasos de baile,

amén de los rasgueos de guitarra;

Y, si le apuran, toca el xilofón.

               
 

 

Una avispa iracunda ha arremetido

contra una pobre oveja descarriada

que ha bebido en su charco: ¡Qué atrevida…!


El insecto en el morro le ha picado.

Moviendo la cabeza va la ovina

corriendo como loca al descampado

en busca de pastor veterinario,

pidiendo algún remedio, una aspirina

que baje la hinchazón que le han causado

y alivie su dolor en algún grado.

 

                   
 

Despreciables moscas de los calores,

impertinentes, sucias y tozudas,

molestas, inútiles y peludas;

amigas de todos malos olores.

Moscas de primaveras y veranos,

parientes de mosquitos, sus hermanos,

incordiantes, agresivos, enanos,

causa de picaduras y escozores;

sorbiéronle la  sangre a los humanos

e hicieron gran ruido y mil diabluras.

 


 

 

 

                                                        ©Salvador Navarro Fernández.

 

 

 
 

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